martes, 3 de febrero de 2015

Diario del ladrón. Jean Genet



Lo mejor del libro es la metáfora que lo introduce:

El traje de los presidiarios es de rayas, rosa y blanco. Si, conminado por un impulso del corazón, elegí yo el universo en que me complazco, al menos puedo descubrir en él los numerosos sentidos que deseo: existe, pues, una relación estrecha entre las flores y los presidiarios. La fragilidad, la delicadeza de aquellas son de la misma naturaleza que la brutal insensibilidad de estos. Si tuviera que representar a un presidiario -o a un criminal- lo adornaría con tantas flores que él mismo, al desaparecer bajo ellas, se convertiría en otra, gigante, nueva...

El libro continua como un viaje casi espiritual a la degradación (hacia lo que se denomina el mal, por amor, corrí una aventura que me llevó a la cárcel) del criminal (el robo, la traición y el asesinato) como camino para encontrarse a sí mismo a través del amor, que no es otra cosa que la ternura hacía el asesino, el ladrón (entendido como el que el ser más alejado de la sociedad).

No obstante, la primera imagen poética del libro (el presidiario como flor), por lo forzada, (buscando el paralelismo entre el tejido y el color del uniforme del preso con la textura de los pétalos de una rosa) por lo forzada, repito, se convierte en un símbolo completo y rotundo cuando Genet lo explica: es su mundo, su libro, su creación, su historia. El escritor puede acercar dos realidades y conceptos aparentemente alejados y convertirlos en una sola imagen y eso es a lo que deben referirse cuando se habla de la libertad en el arte.

La fuerza de está metáfora se mantiene matizando con una visión poética el comportamiento y las descripciones de los personajes (todos pillos como los del cine quinqui) transformando la realidad (el libro está basado en sus vivencias) en algo que va más allá de la experiencia, un mito quizás, en el que incluso parece encontrarse cierta predisposición místicapero no dura mucho tiempo, lamentablemente, y al final la novela solo realismo sucio (eso, o el lector prosaico como yo olvida la magia del principio si no se la recuerdan a lo largo del libro).

Dicen que este libro animó a Bukowsky a escribir por primera vez (por aquello de si este puede, yo también). Sea cierto o no, el escritor americano leyó el Diario del ladrón y es divertido pensar que entonces se imaginaría la exótica ciudad de Cádiz que describe Genet cuando explica cómo vivían las pandillas de mendigos y homosexuales, como manadas de perros salvajes, entre Cádiz y San Fernando:


Stilitano y yo nos fuimos a Cádiz. De tren de mercancías en tren de mercancías llegamos cerca de San Fernando y decidimos continuar el camino a pie. Stilitano desapareció. Se las arregló para darme cita en la estación. No estaba allí (...) 

San Fernando está junto al mar. Decidí ir a Cádiz, construida en medio del agua, pero unida al continente por un espigón muy largo. Cuando emprendí el camino, era por la tarde. Tenía ante mí las altas pirámides de sal de las salinas de San Fernando, y más lejos, en el mar, con la silueta recortada por el sol poniente, una ciudad de cúpulas y minaretes: en la extrema tierra occidental tenía repentinamente la síntesis del Oriente. Por primera vez vez en mi vida desdeñaba a un ser por las cosas. Me olvidé de Stilitano.

Para vivir, iba por la mañana, muy temprano, al puerto, a la "pescadería", donde los pescadores tiran siempre de la barca algunos peces que han pescado por la noche. Todos los mendigos conocen esta costumbre. En vez de ir, como en Málaga, a asarlos al fuego de los demás andrajosos, me volvía solo al medio de las rocas que miran a Puerto Real. El sol nacía cuando mis peces estaban asados. Los comía casi siempre sin pan ni sal. De pie, o echado en las rocas, o sentado en ellas, en el punto más al este de la isla, cara a la tierra, yo era el primer hombre a quien el primer rayo iluminaba y calentaba. Este primer rayo era la primera manifestación de vida. En las tinieblas, en los atracaderos, había cogido el pescado . También en las tinieblas me reintegraba a mis rocas. La llegada del sol me aniquilaba. Le rendía culto. Entre él y yo se establecía como una intimidad maliciosa. Ciertamente lo honraba sin un ritual complicado, no se me hubiera ocurrido imitar a los primitivos, pero sé que este astro se convirtió en mi dios. En mi cuerpo era donde se levantaba, donde proseguía su curva y la terminaba. Si lo veía en el cielo de los astrónomos es porque era la proyección atrevida, en él, del que yo conservaba en mí. Tal vez incluso lo confundía inconscientemente con Stilitano desaparecido.



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