Lo escribe Henry Miller en una de sus cartas a su amigo Michael Fraenkel:
Casi al mismo tiempo en que Hamlet nació, nació otro hombre, un francés, que identificó el pensamiento con la vida de forma tan lograda, que sigue siendo la única figura destacada de la cultura francesa. No dejó una filosofía tras sí, pero profundizó nuestra concepción de lo humano.
Montaigne escribe la obra que dará nombre a un nuevo género literario, eso ya es mucho. Al mismo tiempo, la primera obra de este nuevo modo de escribir es ya una de sus cumbres indiscutibles. Resulta un tópico decir, como explica Álvaro Muñoz Robledano en el prólogo de la edición de Cátedra, que Montaigne abrió un camino literario del que el pensamiento jamás podrá prescindir: la aventura.
Lo que Montaigne configuró en sus ensayos fue la aventura de pensar mientras se escribe. Hasta entonces o bien se escribía para repetir lo que se había aprendido o bien se escribía para explicar lo que se había pensado con anterioridad, pero pocas personas se había aproximado a la escritura sin saber qué iba a escribir, qué iba a decir sobre algún tema concreto; sin saber que en realidad iba a descubrir relaciones y equivalencias a medida que escribía sobre un tema, que lo que escribía iba a cambiar su forma de pensar sobre la marcha como si las ideas fueran experiencias vitales. Cuando Montaigne encaraba un tema, se introducía al mismo tiempo en una caverna con una lámpara, una caverna que en realidad era él mismo.
Lecturas, citas librescas, recuerdos, memoria y noticas escuchadas de oídas se combinan con solo un elemento en común: la mente de Montaigne las conjura a su antojo según equivalencias y relaciones y asimilaciones. Al mismo tiempo, la gran disparidad de materias y asuntos tratados (incluso dentro de un mismo capítulo) nos lleva a pensar en una mente abierta como un grifo de agua que expone sus ideas una detrás de otra sin aparente relación entre sí, pero con una lógica secreta que ni el mismo Montaigne conoce: la lógica de la intuición. Muñoz Robledano lo plantea como un precedente del stream of consciousness anglosajón.
Encierro en su castillo en Bordeaux, Montaigne entabla una conversación secreta en soledad consigo mismo; o, como explica José María Valverde, una conversación posmortem con su amigo Étienne de La Boétie (la escritura como único contacto posible). Un conversación en la que el propio Montaigne no quiere ofrecer sus opiniones y ocurrencias, sino aclararlas él mismo para sí mismo a través, primero, de cientos de citas y referencias a Virgilio, Juvenal, Tito Livio, Séneca, Plutarco, las epístolas de Horacio o las meditaciones de Marco Aurelio.
Pero Montaigne, aunque al principio lo parezca, no emprende un trabajo doctrinal, no pretende escribir lo que se sabe sobre la tristeza, la consciencia, la ociosidad, sobre cómo el alma descarga sus pasiones en objetos falsos cuando los verdaderos viénenle a faltar, sobre el castigo y la cobardía, sobre el miedo, sobre cómo filosofar es aprender a morir, sobre la fuerza de la imaginación, sobre la amistad, los olores, la edad, la costumbre del vestir, sobre la inconstancia de nuestros actos, la crueldad, los libros, los pulgares, sobre el parecido de padres e hijos, sobre lo útil y lo honrado, sobre el arrepentimiento, sobre la vanidad, sobre la voluntad, sobre la fisonomía o sobre la experiencia, entre otros muchos temas que ocupan los tres volúmenes de los ensayos de Montaigne.
Montaigne no emprende un trabajo doctrinal, decíamos, sino una búsqueda con implicaciones éticas, subjetivas y experienciales que llevaron al ser humano a una nueva conciencia de sí mismo y de su relación con el mundo y la comunidad.
Dice Muñoz Robledano en su prólogo que la lectura de los ensayos en el orden dispuesto por su autor revela un proceso de expansión y repliegue tanto de la expresión, como en la articulación de un pensamiento. Quien busque conocimiento sobre temas diversos y sabiduría (que hay, la sabiduría de la mesura, por ejemplo) en sus páginas se decepcionará. Montaigne desde nuestra perspectiva puede parecernos un conservador y puedes no estar de acuerdo con sus opiniones, pero nunca podrás rechazar su predisposición. Montaigne inicia un diálogo con su propia vida, con su propio tiempo; un diálogo que busca, a la manera socrática, el conocimiento, un conocimiento sobre el ser humano, su naturaleza y sus circunstancias.
Montaigne no es consciente, pero como si hubiera escrito una compleja novela contemporánea (como Marcel Proust en busca de su propia interpretación cambiante del mundo), el protagonista de los ensayos, el propio Montaigne (como el Dante de la Divina Comedia), baja a una caverna, a un infierno, un purgatorio y un paraíso, que en realidad, ya lo hemos dicho, es su propio interior como una consciencia por descubrir.
En el primer libro siente miedo de su propia opinión, esta inseguro de sus ideas y la inseguridad la cubre con una profusión de citas abrumadoras.
Después, el conocimiento se ha asentado en el alma de un Montaigne ya adulto, que como el peor de los hombres, se siente seguro de sí mismo y de sus opiniones. Así, el segundo libro, dice Muñoz Robledano, es el de las grandes afirmaciones y vemos como el número de ensayos desciende (y desciende también el número de citas) al mismo tiempo que aumenta el tamaño de cada ensayo.
El tercer libro supone el estado final, la culminación de todo proceso de conocimiento verdadero: la aparición de una nueva duda que marcará un antes y después en el pensamiento occidental: Montaigne es incapaz de afirmar nada con seguridad: la duda tiene un nuevo valor en el mundo, el único a tener en cuenta.
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