martes, 31 de julio de 2012

Antología poética. Jaime Gil de Biedma.


Lo mejor que hizo en poesía fue dejar de escribir. Retirarse a tiempo, cuando como él mismo explicaba "ya no tenía nada más que expresar en poesía". Pero no lo malinterpretéis. Continuar por inercia o por dinero, -como tantos- habría sido empobrecer la última gran obra de la poesía española. Las generaciones posteriores le copiaron los vicios y los modos, pero ninguno el compromiso. 

La inmediatez emocional de Jaime Gil de Biedma, su decadentismo burgués, elegante y atractivo, pero sobre todo su rechazo a planteamientos ambiciosos y el uso de un lenguaje coloquial sin ningún tipo de hermetismo literario, están en el origen de la peor poesía española, una corriente literaria conocida por el nombre de poesía de la experiencia, concepto malentendido que él mismo ayudó a introducir en España durante los años sesenta.

Origen de lo mejor de su obra, su compromiso político fue breve pero intenso. Cargado de la mala conciencia de clases, en su libro Moralidades, encontramos poemas como "Apología y petición", "Noche triste de octubre, 1959" o "Un día de difuntos". Aunque hay algo más que política. También encontramos algunos de sus poemas más intensos. Cargados de melancolía, el grueso de su obra abunda sobre el tema del paso del tiempo y de sus huellas físicas y sentimentales, como en uno de sus poemas más célebres: "Pandémica y celeste". 

Temas que se potenciarán en su siguiente obra y  última obra: Poemas póstumos, manifiesto de ese sentimiento tan característico de la mejor poesía española: el desengaño

Como un Rimbaud viejo, a partir de 1975 no volvió a escribir más poemas, aunque sí artículos y ensayos. 



Aunque sea un instante.

Aunque sea un instante, deseamos

descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.

Un instante, tal vez. Y nos volvemos

atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.

Se olvida

pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.

Así que a cada vez que este temor,

el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–

para creer al menos que de verdad vivimos

y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.








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