Un poeta que hace sonrojarse a los demás. El poeta del modernismo americano, de la energía de la ciudad, del trabajo monótono de oficinas y de los atascos en blanco y negro, aunque no escribe nunca ninguna referencia a su entorno. Wallace Stevens es un escritor de la imaginación, cuya obra describe un mundo casi siempre onírico, como una edad de oro o un paraíso perdido.
"Evíteme, por favor, contar los datos biográficos. Soy abogado en Hartford. Estos hechos no son divertidos ni reveladores", escribía en una carta de 1922 al director de la revista The Dial. No hay en su obra, al igual que en Michelangelo, nada que nos ayude a explicar ni un solo dato de su vida, ni de su vida en su obra.
Además de sus meta-poemas y sus reflexiones sobre el arte, fundamentales para cualquier persona interesada en la poesía, me resulta especialmente significativo la dualidad entre el poeta y el abogado vestido de traje: la relación entre la realidad y la imaginación, el choque y las relaciones de ambos planos independientes, como en el Quijote, en la materia gris del poeta del siglo XX. Al final la poesía resulta ser un escapismo... ¿Una herramienta para la evasión o para tomar una conciencia más profunda de lo que significa tener los pies sobre la tierra?
Valor a parte tiene su libro Adagia, recopilación de aforismos que, junto con los de Antonio Porchia, son de los mejor que he leído. Sus profundas percepciones sobre el arte y la poesía obligan al lector a profundizar, replantearse y cuestionar la razón y el motivo de su relación con el arte.
De la simple existencia.
La palmera al extremo de la mente,
se eleva más allá del pensamiento
en la extensión de bronce.
Un pájaro de plumas doradas
canta allí una canción extranjera,
no destinada al hombre sin sentimiento humano.
Entonces tu comprendes que no es esa la razón
que nos hace felices o infelices.
Canta el pájaro. Sus plumas resplandecen.
La palmera está al borde del espacio.
En las ramas se mueve el viento lentamente,
el plumaje del pájaro pende llameante.
XI
En las piedras la hiedra, lentamente,
Se convierte en las piedras. La mujeres
En ciudades, los niños en los campos
Y oleadas de hombres se convierten en mar.
Es el acorde falsificador.
Revierte el mar después sobre los hombres,
Los campos se apoderan de los niños, ladrillo
Es maleza y las moscas están presas,
Mustias, sin alas, más con vida aún.
La disonancia, simplemente, aumenta.
En lo oscuro del vientre del tiempo, más profundo,
Crece el tiempo desde la roca.
El vaso de agua.
Que el vaso en el calor se fundiría
Y que el agua en el frío se volvería hielo,
Demuestran que este objeto es tan sólo un estado,
Uno de muchos, entre dos polos.
También lo metafísico posee esos dos polos.
El vaso está en el centro. La luz
Es un león que ha bajado a beber. Allí,
Y en ese estado, el vaso es una charca.
Tiene rojos las garras y los ojos
Cuando la luz desciende a humedecer su quijada espumosa.
Y en el agua se mueve la cizaña arrancada.
Y allí y en otro estado –los reflejos,
La metaphysica, la zona plástica de los poemas,
Estallan en la mente. Pero, gordo Jocundo,
Que no te inquieta el vaso sino el centro.
En el centro de nuestras vidas, este tiempo y día,
Es un estado, primavera entre políticos
Que juegan a las cartas. En un pueblo de indígenas
Uno quisiera descansar. Entre perros y estiércol
Seguiría luchando con las propias ideas.
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