domingo, 30 de marzo de 2014

Poesía. Verlaine.



Para André Breton "la sobrestimación de Verlaine fue el gran error de la época simbolista".

Y es verdad, Verlaine es un poeta antipático. Quizás porque la veneración a Rimbaud le deja en mal lugar o porque en su posición afectada frente al mundo, en su lastimosa búsqueda de la salvación en amor, encontramos algo de impostura, algo falso que se trasmite a sus poemas.

No obstante, sí hay en Verlaine una enseñanza poética que le incluye merecidamente en los manuales de Historia de la Literatura, a parte de su habilidad técnica para crear ritmos y armonías con las palabras.

Verlaine es la consagración del simbolismo, la puesta en práctica de un nuevo modo de entender el arte que ocupó desde mediados del siglo XIX hasta los años cuarenta aproximadamente del XX, con variaciones. Una relación casi mística entre el artista y la naturaleza (no tanto la naturaleza como el entorno directo del poeta).

Dejando de lado su hipocresía y la extraña división moral entre lo que él consideraba la vida en el pecado y la vida en la virtud, sus dudas frente a cual de las dos era su verdadera naturaleza (que se percibe en su obra con una proliferación exagerada de preguntas retóricas), me quedo con una imagen que representa un paso en firme en la concepción del arte como "la vida total y verdadera":

Verlaine adentrándose solo en un bosque al atardecer. Hay algo tenso en el ambiente provocado por el bosque en sí y por el hecho de iniciarse la puesta de sol. Pero es un paseo tranquilo. Sosegado más bien. Verlaine llega a un lago o una charca. Unas aves comienzan a volar asustadas por su presencia (él buscaría un nombre exótico para las aves) y mientras, el poeta percibe el ruido del aleteo y los graznidos que poco a poco se alejan cruzando un cielo cada vez más oscuro.

Para Verlaine esta imagen no simboliza sus sueños y su esperanzas que se pierden, es decir, no es una metáfora como la de los románticos penando por la noche en un acantilado viendo las olas chocar con las rocas, enfurecidas. Sino que todos estos procesos, el aleteo, los graznidos que se alejan y se apagan y sus ilusiones perdidas (o que empiezan a apagarse) son dos manifestaciones de una misma realidad que se encuentra tanto en el exterior como en el interior del poeta. 

Así lo entendía también Antonio Machado cuando paseaba por las tierras de Castilla y reflexionando sobre su vida y decía:

veréis llanuras bélicas y páramos de asceta,
no fue por estos campos el bíblico jardín.
Son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín. 


                                                                     ***

No puedo leer a Verlaine sin buscar en sus versos la sombra de Rimbaud. Quizás en este poema aparezca el joven poeta... no sé si como los "malos caminos dolorosamente inseguros" o quizás como "la frágil promesa del alba", la voz que le dice: "¡sigue caminando!".


J’allais par des chemins perfides,
Douloureusement incertain.
Vos chères mains furent mes guides.

Si pâle à l’horizon lointain
Luisait un faible espoir d’aurore ;
Votre regard fut le matin.

Nul bruit, sinon son pas sonore,
N’encourageait le voyageur.
Votre voix me dit : « Marche encore ! »

Mon cœur craintif, mon sombre cœur
Pleurait, seul, sur la triste voie ;
L’amour, délicieux vainqueur,

Nous a réunis dans la joie.




Por malos caminos iba,
Eran dolorosamente inseguros y
Tus manos queridas me guiaron.

En el horizonte lejano, pálidamente,
Lucía una frágil promesa de alba;
Y tu mirada fue la mañana.

Ningún ruido, salvo sus pasos sonoros,
Nada estimulaba al viajero.
Y me dijo tu voz: "¡Sigue caminando!"

Mi corazón, temeroso y sombrío,
A solas lloraba, por esa triste senda;
El amor, vencedor maravilloso,
Nos reunió en la felicidad.




domingo, 16 de marzo de 2014

Ron. Blaise Cendrars.

Jean Galmot en la Guayana.
Lo que está claro es que si un hombre manco se pone a escribir, no será para decir cosas irrelevantes. Parece como si Cendrars se le fueran a agotar la tinta y tuviera que medir muy bien sus palabras. Su estilo es perfecto. Esencial. Más que eso, su estilo es enérgico y es vitalista. Por eso no resulta pretenciosa la dedicatoria del libro:

Dedico esta vida aventurera de Jean Galmot a los jóvenes de hoy, cansados de la literatura, para mostrarles que una novela también puede ser un acto.

Y digo esto por una conversación reciente en la que me decían que el contenido era más importante que la forma. Olvidando quizás que la forma es parte del contenido. Y valga este libro como ejemplo. Un autentico puñetazo. Como si te da miedo nadar y te lanzan a la fuerza al agua. Y lo digo porque la historia del empresario, aventurero y político Jean Galmot puede narrarse de muchas formas, así que es solo el estilo, la vida de Cendrars que se trasmite en su manera de contar una historia.

Blaise Cendrars, su expresión lo dice todo. 

Se dice que es un estilo periodístico, fluido y ágil. Pero es mucho más que eso: es vitalista. Y por eso, sin esfuerzos (o al menos no lo parece), llega de lo prosaico a lo poético, de los concreto a lo universal, ¡y con un solo brazo! No en vano se dice de Cendrars que es el máximo exponente de la identidad entre el arte y la vida. Y yo al menos nunca había leído algo tan eléctrico como esto. Escribía con sangre, Cendrars.

Ron es una biografía, no un ensayo ni nada parecido, sobre Jean Galmot, un hombre idealista atrapado por su sentido de la libertad. Un quijote contradictorio, escritor, aventurero, empresario de éxito y diputado por la Guayana, acusado de especulación en el affaire del ron de 1919. Según explica un informe, al morir, en la autopsia, no le encontraron el corazón. "Imposible no quedar impresionado", dice Cendrars.

Pero repito, la historia de Galmot se ha contado muchas veces, pero no como Cendrars.

Por cierto, Galmot también era escritor y en sus textos deja entrever algunos intereses ocultos y misteriosos que no hacen más que enriquecer al personaje.

No voy a poner un fragmento de Cendrars, sino la última página conocida de La double existance, el libro que Jean Galmot concluyó mucho antes de morir y perder el corazón y cuyo manuscrito desapareció misteriosamente:



¿Recomenzar mi vida? No tendría sentido.

¿Elegí mi destino? Un día, me marché... Una fuerza me impulsaba. ¿Por qué escogí este camino en lugar de otro? Yo qué sé. Mis pasos no han dejado huellas sobre la elástica tierra. La vida se desplegaba a ambos lados del camino, como en la pantalla de un cine. La vida bulliciosa, cálida, semejante a un calvero en una jungla seca en el que los animales se agolpan y corren empujándose, torturados por la sed.

¿Cuántas vidas has vivido? ¿Sólo una? Entonces no sabes nada de la vida. Eres como un ciego ahíto, sentado a la orilla de un río. Tú si puedes recomenzar la vida y elegir el sitio en el que se encenegará tu alma.

 Pero yo he vivido bajo los cielos del mundo, bajo los deslumbrantes carmines de los trópicos, sobre la solitaria arena de los desiertos, he visto a los hombres pasar en caravana, luchar, gozar, degollarse unos a otros por dinero o por amor, es decir, revivir...

Mi viejo cuerpo cubierto de cicatrices ha conocido todos los esplendores, todas las carnicerías, todas las ignominias, bajo los vientos alisios y en las ciudades en las que se apretujan los hombres. Ya no tengo nada que aprender de la vida. ¿Para qué iba a recomenzar?

¿Recomenzar la vida? Mis ojos, deslumbrados por los caminos, no han conservado de ellos más que centelleantes imágenes de pesadilla. Cuarenta años luchando día tras día, hora tras hora, contra las fieras de la selva tropical y las fieras humanas. ¿Volver a soñar ese largo sueño? Jamás.

- ¿De quién hablas?

En cierto día apareció una mujer... Ya no es más que una imagen prendida a mi alma, una fosforescencia muy lejana en la oscuridad de mi interior.

Sus ojos, luz en la luz, son el único recuerdo. Por ella, querría recomenzar la vida. ¿Qué hombre no tomaría el camino ensangrentado que fue el mío, llorando de alegría, para reencontrarse con esa mujer?








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sábado, 1 de marzo de 2014

Entrevistas breves con hombres repulsivos. David Foster Wallace.



David Foster es el ultimo escritor. Con él terminan los manuales de literatura. Al menos fue el último escritor que se atrevió a ser sincero y escribió sin miedo desde la profunda libertad existencial. Pero al mismo tiempo como un escritor consciente de lo que ha significado la literatura a lo largo de la historia. De hecho, sus conocimientos culturales en general son abrumadores.

Por eso me sorprende su particular estilo narrativo (adoptado por casi todos los escritores modernos que quieren sonar rompedores) falto de belleza en el lenguaje como elemento plástico, de poesía en su forma material, que suele ser el estilo de los escritores más viscerales, menos reflexivos (me acabo de meter en un lío explicando algo que no soy capaz de aclarar bien y que va a generar multitud de malas interpretaciones). De todas formas da igual, la obra de David Foster es importante: propone algo que no ha sido dicho y lo propone de un modo totalmente diferente. Con eso basta para entrar en las colecciones de clásicos.

Pero además, su punto de vista ante las cosas: alguien que plantea la posibilidad de la duda ante la velocidad de la comunicación de nuestra era. Alguien que necesita un poco de tiempo y de reflexión para analizar todos los puntos de vista sin miedo a que sus descubrimientos destruyan algún muro sea del bando que sea.

No solo eso, si lo que se le pide a la literatura, al arte, a la cultura, es que abra puertas y ofrezca nuevas perspectivas, David Foster Wallace es el gran escritor occidental de los últimos tiempos (en los que la producción en masa de bienes culturales y la industrialización del proceso artístico han dañado la sensibilidad y la libertad de pensamiento casi de muerte). Pero un escritor, además, maniático del conocimiento que no dice una frase sin estar completamente convencido de que es esa la frase que debe que escribir.

Es decir, un escritor que propone un viaje  totalmente fundamentado, obsesivamente científico en ocasiones, cuyo objetivo es poner sobre la mesa la locura del sistema que hemos construido, casi desde su más reciente origen: David Foster Wallace es americano. Un grunge de los 90 que vio entre sus amigos y compañeros (y sufrió) mucha de la paranoia colectiva de la deshumanización que el sueño americano, el marketing y la falsa idea del éxito provocó en las relaciones entre las personas y en los sentimientos y frustraciones profundas de cada uno.

Estamos hablando de un grunge. Intelectual, pero un grunge. Es decir, un joven de corazón puro con cierta cultura callejera. Es decir, un joven con la cabeza en su sitio que valora la compañía de sus amigos y los entretenimientos sencillos, pero que al mismo tiempo ve (y sufre) como un sistema esquizofrénico le obliga a desligarse de lo que él considera una vida verdadera.

Por todo eso, es normal, casi debemos agradecérselo, que en su obra trate temas que de primeras nos hagan girar la cabeza o que incluso presente perspectivas que en principio no podamos asumir de ningún modo. Algo que ocurre a menudo con Entrevistas breves a hombres repulsivos. Un conjunto de textos y relatos sobre el miedo del hombre heterosexual a la mujer y su acercamiento sexual y emocional, por lo tanto, grotesco y mentiroso. Suficiente para ver reflejados a tus amigos, y con un poco de autocrítica a uno mismo. Pero una reflexión necesaria.

En serio, unos textos que dicen cosas que uno no quiere leer en absoluto, pero que una vez leídas cambian en cierto sentido el panorama de las cosas.







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