sábado, 25 de enero de 2014

Hablemos de langostas. David Foster Wallace.



Diría que Foster Wallace es el último escritor. La última persona que tenía algo realmente importante que decir a través de la palabra escrita. Murió joven, con algo más de cuarenta años, en el 2008, por lo que vio todo lo que había que ver: fue testigo y escriba de cómo el sistema se rompía en pedazos. Ahora que está destruido del todo ya no importa. Y no tiene sentido. Los escritores no pueden dejar constancia de nada salvo de si mismos, y la verdad.. ¿a quién le importa eso?


Foster Wallace era una especie de hijo del grunge intelectual que tenía una opinión para todo, aunque fuera la duda, absolutamente argumentada. Y si no sabía nada del tema absorbía toda la información posible para señalar algo en lo que nadie había pensado antes. Hablemos de langostas lo deja claro. No es más que una colección de sus artículos y crónicas escritos entre 1998 y 2005, publicados cuando era enviado especial de revistas como Rolling Stones o Gourmet y que independientemente de la disparidad de los temas tratados (porno, festival de la langosta, diccionarios, McCain, biografías de deportistas) tratan siempre de entender y de poner orden en el Caos, a veces desde la inocencia de la duda que no termina de tomarse muy en serio a sí mismo, quizás una consecuencia de su depresión crónica.



A parte de todo, son textos divertidísimos y profundos en los que más allá del tema del que se hable importa el proceso en el que el lector los adquiere a través de Wallace. Y también importa el punto de vista  de Wallace como un simple espectador con algo que decir... ¡después!... una vez en casa frente al ordenador, analizando las experiencias vividas, tratando de comprenderlas para formarse una opinión legítima y ofrecerla a sus lectores. Un proceso intelectual íntegro y asombroso, porque donde llega Wallace no hubiéramos llegado nosotros solos.

A quién no lo haya leído solo le avisaré de que a veces es muy (cómo decirlo) arduo y cansado, pero siempre, todo lo que escribe, cada frase y cada párrafo y cada nota a pié de página y cada nota a las notas de pie de páginas, y las notas a las notas de las notas a pié de página, siempre, absolutamente siempre, llegan a algún lado que supone, no solo una sorpresa, sino una nueva perspectiva. Leer a Foster Wallace te hace más listo, más inteligente, más humilde y mejor persona.

No me resiste a poner estos dos textos:

El primero sobre la campaña de McCain:

Acuérdense de aquellos chavales del instituto que se presentaban a las elecciones al comité de alumnos: cebollinos, demasiado acicalados, obsequiosos con la autoridad, ambiciosos de una forma triste. Ansiosos por jugar el Juego. La clase de chavales que al resto de los chavales les gustaría atizar si no resultara tan tedioso y carente de sentido. Y ahora piensen en algunas versiones adultas que existen en el año 2000 de aquellos mismos chavales: Al Gore, a quien el técnico de sonido de la CNN Mark A. describe diciendo que «casi parece que respira»; Steve Forbes, con su frente húmeda y su risita de lunático; la sonrisita de patricio de G. W. Bush y su torpe hipocresía; hasta el mismo Clinton, con su cara enorme, roja y falsamente amigable y sus frases de tipo «Siento su dolor». Unos hombres que ni siquiera parecen lo bastante seres humanos como para odiarlos: lo que uno siente cuando aparecen no es más que una abrumadora falta de interés, esa clase de profunda desconexión que a menudo es una defensa contra el dolor. Contra la tristeza. De hecho, la razón más probable de que a muchos de nosotros nos interese tan poco la política es que los políticos modernos nos ponen tristes, nos hieren profundamente de formas que cuesta identificar, ya no digamos hablar de ellas. Es mucho más fácil poner los ojos en blanco y pasar de todo. Probablemente el mero hecho de leer esto ya les provoque rechazo...



El segundo, sobre la poderosa industria del porno. 

Resultó que aquel detective -que tenía sesenta años, estaba felizmente casado, era abuelo, tímido, educado y obviamente un tipo decente- también era un fan acérrimo del porno. Él y Hecuba terminaron tomando café, y cuando H.H. por fin carraspeó y le preguntó al poli por qué un tipo que era tan obviamente decente y estaba claramente del lado de la ley y de las virtudes cívicas era fan del porno, el detective confesó que lo que le atraía de las películas eran «las caras», es decir, las caras de las actrices, es decir, aquellos momentos de orgasmo o de ternura accidental en que las actrices dejaban de lado sus muecas burlonas de «Fóllame, soy una niña mala» y de pronto se convertían en gente de verdad. «A veces, y nunca sabes cuándo, es lo que tiene... a veces de golpe se revelan a sí mismas», fue la explicación del detective. «Su... cómo se llama eso... humanidad.» Resultaba que al detective de la policía de Los Ángeles las películas para adultos le resultaban conmovedoras, de hecho mucho más que la mayoría de las películas convencionales de Hollywood, en las cuales los actores -a veces actores con mucho talento- se dedican a intentar fingir una humanidad genuina, es decir: «En las películas normales, todo es intencionado. Supongo que lo que me gusta del porno es que ahí pasa de forma accidental».

La explicación del detective de Hecuba resulta intrigante, por lo menos para estos enviados especiales, porque ayuda a explicar parte del atractivo del porno duro, películas que se supone que son «desnudas» y «explícitas» pero que en realidad contienen material filmado que se cuenta entre el más distante y opaco que se puede encontrar. Una gran parte de la naturaleza fría, muerta y mecánica* de las películas para adultos es atribuible en realidad a las caras de los actores y actrices. Se trata de caras que suelen parecer aburridas o inexpresivas o profesionales, pero que en realidad están simplemente escondidas, el yo permanece encerrado en algún lugar lejano muy por detrás de los ojos. 

Seguramente esa naturaleza escondida es la forma que un ser humano que está revelando las partes más íntimas de sí mismo tiene de preservar cierto sentido de la dignidad y la autonomía: negarnos toda expresión verdadera. (Se puede apreciar esta mirada aburrida, dura y muerta en las bailarinas de striptease, prostitutas e intérpretes de pornografía de todos los lugares y géneros.) Pero también es cierto que de vez en cuando en las escenas de porno duro aparece el yo escondido. Viene a ser lo contrario de actuar. Se puede ver cómo toda la cara del actor o actriz porno cambia cuando la conciencia de uno mismo (en la mayoría de las mujeres) o la inexpresividad desquiciada (en la mayoría de los hombres) ceden el paso a un placer erótico sentido de forma genuina hacia lo que está pasando; los suspiros y los gemidos dejan de ser automáticos para volverse expresivos. Solamente pasa de vez en cuando, pero el detective tiene razón: el efecto en el espectador es eléctrico. Y los actores y actrices que pueden hacer esto con frecuencia -permitirse sentir y disfrutar de lo que está sucediendo, con o sin cámaras- se vuelven estrellas enormes y legendarias. En los años ochenta lo podían hacer Ginger Lynn y Keisha, y ahora a veces pueden Jill Kelly y Rocco Siffredi. Jenna Jameson y T. T. Boy no pueden. Siguen siendo nada más que cuerpos.

* Entre los amigos y familiares de estos enviados especiales a quienes resulta que no les gusta el porno, una gran mayoría explican que no es que no les guste por razones morales, religiosas ni políticas, sino que les parece aburrido, y muchos de ellos parecen usar metáforas robóticas/mecánicas/industriales para intentar caracterizar ese aburrimiento. P. ej.: «El sexo en el porno duro suele consistir en nada más que órganos entrando y saliendo de otros órganos, meter y sacar, es como ver una torre de perforación funcionando todo el día para sacar petróleo».










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