sábado, 15 de diciembre de 2012

Antología bilingüe. William Carlos Williams.


Salvo por un par de viajes a Europa en los años veinte, este amable y bondadoso médico de Rutherford permaneció durante toda su vida en la ciudad, dedicado a su trabajo, a su familia y a la escritura. Al contrario que los Rimbaud, su aventura fue interior, y fue un viaje lento, tranquilo, amable y comprensivo.

Aún así, es otro de esos poetas urbanos que mientras mantienen la existencia rutinaria y gris del asalariado -a modo de un destierro interior- su espíritu se mantiene libre y salvaje para vivir en plena comunión con el entorno, en una experiencia vital más enriquecedora.

Las macromagnitudes y las micromagnitudes. Lo concreto se universaliza. Por eso Williams, a través de la observación profunda y bienintencionada del mundo cercano que le rodeaba, llegó a cierta sabiduría existencial en la que podía aceptar, comprender y amar, todos los comportamientos humanos. Como Deborah Kerr en La noche de la iguana: "no hay nada humano que me repugne".

De hecho, al leer su obra poética parece que nos cuente la historia simultánea en un instante preciso en la vida de todos los habitantes de su pueblo y que, eliminando algunas concreciones costumbristas, es la historia de todos los pueblos.


Williams ve a sus semejantes, y el entorno que comparte con ellos, sin idealizarlos ni ensalzarlos y nos habla de ellos y de sí mismos en el mismo tono en el que ellos hablan: con una sensación de inmediatez y simpleza que solamente se consigue con una preocupación estilística, la brevedad y la depuración retórica.

Williams Carlos Williams es un poeta sencillo. Su experimentación formal, aunque sorprendente, carece de la brillantez de la de Eliot o Wallace Stevens, pero su obra expresa mejor la sensibilidad norteamericana y fue la primera desde Whitman que se sirvió de su habla y de su ritmo. Por eso, resulta casi imprescindible leerlo en inglés. No obstante, su simpleza acerca al lector la profundidad de sus percepciones.

El resultado es una poesía ágil, vivaz y tranquila y natural. Sus poemas no son obras perfectas sino artefactos verbales pensados para transmitir sensaciones y para hacer que lo ordinario parezca extraordinario.


La revelación.

Me desperté feliz, la casa
estaba rara, voces
por una abertura
a través de la cual una chica
llegó y se detuvo,
ofreciéndome ayuda...

Entonces recordé
lo que había soñado...
Una chica
a la que conozco bien
se agachaba junto a la puerta del coche
y me daba un golpecito en la mano...

Me cruzaré con ella
nos diremos trivialidades
el uno al otro,
pero jamás dejaré de buscar
en sus ojos
esa mirada tranquila...


La joven ama de casa.

A las diez a.m. la joven ama de casa
merodea en batín tras las paredes
de madera de la casa de su esposo.
Yo paso solitario en el coche.

Al poco sale hasta la verja de nuevo
a llamar al del hielo, al pescadero, y espera
tímida, sin corsé, recogiéndose
mechones sueltos de pelo, y la comparo
con una hoja caída.

Bajo las sigilosas ruedas de mi coche
hay un crujido de hojas secas
mientras saludo y paso sonriente.


Espíritu del 76

Su padre
construyó un puente
sobre el río de Chicago,
ella en cambio
construyó un puente
sobre la luna.


Esperando.

Cuando estoy solo soy feliz.
El aire es fresco. Un cielo
moteado y salpicado y herido
de color. Los falos encarnados
de las hojas del sasafrás
cuelgan ante mí en cúmulos
aglomerados en las grávidas ramas.
Pero cuando llego hasta la puerta de mi casa
y me dan la bienvenida mis hijos
a chillidos felices
se me cae el alma a los pies.
Me quedo hecho polvo.

¿Acaso no quiero a mis hijos tanto
como a las hojas caídas?
¿O es que uno tiene que volverse imbécil
para llegar a viejo?
Parece como si la Aflicción
me hubiera puesto la zancadilla.
¡Veamos, veamos!
¿Qué es lo que había pensado
decirle a ella
cuando me ocurriera
lo que me acaba de ocurrir?


El borrachuzo

Mendigo borracho
que vas dando tumbos

te juro por Dios
que a pesar de toda

tu inmundicia y sordidez
te envidio.

Se trata del rostro
del mismísimo amor

abandonado a semejante
impotente confinación

en la desesperanza.


Tener hambre es ser grandioso

La hierba pequeña y amarilla de la cebolla,
primer síntoma verde de la primavera
en el asfalto de Manhattan,
si se arranca tal cual brota, a puñados,
se lava, trocea y fríe
en una sartén, aunque propensa a saber
un poco a tierra, si está bien cocinada
y se sirve caliente con pan de centeno,
resulta el aperitivo perfecto con una cerveza...
y lo mejor de todo
es que crece en cualquier parte.


La dulce contraréplica.

Es en días así cuando querría
dejar mi trabajo y unirme
a los viejos que en una ocasión vi
en el muelle de Villefranche
pescando caracoles de mar
con un palo.

"Yo sé de otra cosa que podrías atrapar
igual de fácil -me dijo ella-
esta primavera, si es que quieres.
Pero lo más probable
es que no quieras ¿verdad?".







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