sábado, 13 de octubre de 2012

Primavera negra. Henry Miller.

Brooklyn en 1910.

¿Qué es mejor que leer a Virgilio o aprender a Goethe de memoria? Pues...comer al aire libre bajo un toldo por ocho francos en Issy-les-Moulineaux...

Parece que Henry Miller estaba condenado a convertir en caricaturas grotescas a todas la personas que describía en sus novelas. Como si quisiera demostrar el barbarismo y la sin razón de los comportamientos humanos, no se libraba nadie de su visión desnaturalizadora. En su búsqueda de la verdad, pasaba por alto un detalle importante: la delicadeza y la bondad. Como si quisiera que todo el mundo se diera cuenta del poco sentido y de la inutilidad de sus acciones. 

No hay ni un personaje admirable o sensato en sus novelas. Casi ninguno, más bien. Su manera de construir caracteres es el gran problema del escritor. Y ahí radica su pesimismo: su descreimiento en el género humano no le permite profundizar en los demás. Y como resultado, sus personajes no son reales, no tienen vida y parecen siempre la misma persona: nadie en concreto. Un "bandarra" cualquiera.

Sus textos, narrados siempre en una soberbia primera persona Walt Whitmaniana, no tienen espacio para la ternura. Y si un escritor no muestra ternura por sus personajes, nunca serán nada más que estereotipos planos. En el caso de Miller: caricaturas imperfectas. 

Se acerca a ellos sin compasión y decide contar lo más grotesco de sus comportamientos, sus actitudes más mecánicas y mezquinas. Al leer sus libros parece que Henry Miller viviera en un mundo rodeado de maniquíes y gente cruel, locos, idiotas o egoístas. Gente muerta incapaces de ver la importancia de estar vivo... Aunque en realidad todos nos hemos sentido un poco así alguna vez... ¿no? 

Dedicada, corregida y recortada por su gran amiga Anaïs Nin, Primavera Negra forma junto con los Trópicos de Cáncer y Capricornio, la primera trilogía del autor. Después vendrá su redención en la Crucifixión rosa

En Primavera negra recorre París y su adolescencia neoyorquina, esmerándose por terminar, más mal que bien, un relato costumbrista (no muy acertado por su fragmentación grotesca de la realidad) sobre su vida en Brooklyn, como hijo de un sastre, rodeado de judíos, alemanes y polacos acogidos por la pujante américa y toda la fauna de la calle.





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