lunes, 9 de junio de 2025

Arte y artistas flamencos. Fernando el de Triana

Antes de la historia oral del punk de Legs McNeil y Gillian McCain, Por favor, mátame, Fernando el de Triana (1867-1940) recopilaba la historia del flamenco de finales del siglo XIX y el primer cuarto de siglo XX y lo contaba desde su experiencia, tal como él lo había conocido y tal como él lo había sentido. Publicado en el año 1935, Arte y artistas flamencos, recopila una serie de biografías del flamenco, pero a través de una voz sencilla, sincera y, sobre todo, contado desde la oralidad. 

Y es su característica de voz hablada lo que imprime un encanto particular de pureza y vida a este texto cuyo objetivo no es hacer historia, sino narrar su experiencia (recordar para volver a vivir) en tablaos, cafetines, teatros y bajos fondos. La casualidad es que su historia es la historia de los orígenes del flamenco, o, al menos, lo más antiguo que conocemos sobre esta misteriosa música. Fernando el de Triana compartía tablaos, giras y juergas con artistas que nunca grabaron, pero que seguimos escuchando en la voz de artistas contemporáneos, porque fueron la piedra filosofal del cante, del baile y de la guitarra: Antonio Chacón, Silverio Franconetti, Juana la Macarrona, Pepa de Oro o Soleá la de Juanero

Cantaor, guitarrista y letrista, Fernando el de Triana ha dejado un legado imprescindible para conocer y recrear esos años de tabernas en el que el flamenco estaba lejos de ser patrimonio inmaterial de la humanidad, pero ya era una fuente de cultura viva entre Cádiz, Jerez, Sevilla y Málaga y los bajos fondos en los que ocurren las cosas, las buenas y las malas. 

Su historia fragmentada del flamenco a través de biografías imprescindibles y anécdotas vívidas nos permiten comprender el contexto emocional de quienes sentaron las bases del género flamenco: alegrías y penurias, éxito y pobreza, artisteo, humor y, sobre todo, aceptación del presente sin buscar la gloria ni la trascendencia, lo que les permitió centrarse en lo esencial de esta música de origen desconocido. Por sus páginas vemos nombres ilustres como Manuel Vallejo, el Niño Ricardo, Francisco Lema 'Fosforito', Pastora Pavón 'La Niña de los Peines', Juan Gandula 'Habichuela' o Antonia Mercé 'la Argentina' y nombres de los que solamente tenemos noticia por lo que Fernando nos cuenta. 

Fernando admira a los artistas de su generación y su devoción se trasparenta su texto, pero también su visión del presente de su madurez (la década de los treinta): una degeneración del arte (¿qué pensaría del flamenco contemporáneo?), porque la evolución y el tiempo, el cambio, siempre implican una degeneración del mensaje primitivo y esencial. Pero además, Fernando analiza y describe las capacidades de cada artista y sus puntos débiles, sus evoluciones personales y al mismo tiempo, presta especial atención a las letras, que recopila con cuidado y devoción y nos permite disfrutar de letras que ya no se cantan y deja imaginar las voces y la energía con las que fueron pronunciadas. Algunos ejemplos: 

Cuatro sabios se encontraban

en la agonía de un rey;

los cuatro se horrorizaban

porque al mandar Dios la ley

dinero y ciencia se acaban. 

(...)

Cuando sale la aurora,

sale llorando pobrecita

y qué noche estará pasando.

Porque la aurora 

de día se divierte y de noche llora

(...)

Cuando se corta una rama,

el tronco siente el dolor,

las raíces lloran sangre,

de luto viste la flor. 

(...)

Si las piedras de la calle

tuvieran lengua y hablaran, 

más de cuatro personitas

de sentimiento lloraran.. 

(...)

Si pasaras por la ermita 

del Cristo del desengaño

por Dios te pido, hermanita, 

que hables con el ermitaño

siquiera una palabrita. 

(...)

Estoy metida entre caenas

como la que está cautiva, 

mira si vivo con penas

que estoy muerta estando viva. 

(...)

Ar señó de la ensinia 

le ayuno los viernes

porque me ponga al pare e mi arma 

aonde yo le viere.

(...)

Cómpreme usté esta levita, 

usté que gasta castora;

es prenda que da la hora, volviéndola del revés.

Le quita usté la solapa;

le pone un cuello bonito; 

pareserá un señorito, 

como un figurín francés.

(...)

Cuando me dieron el tiro 

en los montes de Jimena, 

me mataron el caballo,

mi cuerpo cayó en la arena.

(...)

El que vive como yo 

con la esperanza perdía,

no es menester que lo entierren, 

porque está enterrao en vía.

(...)

Mientras vivas en el mundo

has de vivir con la pena 

que la ropita en el cuerpo 

se te ha de volver candela.


Además, el libro incluye una selección fotográfica de incalculable valor.























Según nos explica, Manuel Bohórquez, el manuscrito original fue pasado a máquina por Blas Infante, que además, llego a escribir un prólogo, según explica el escritor, que al final no se incluyó en el libro, seguramente por motivos políticos. 

Algunas anécdotas transcritas del libro: 

En sus últimos años, cuando ya no trabajaba en los cafés cantantes, el jocoso bailador Vicente Vives el Colorao, vivía en Málaga con una hija suya, y el pobre pasaba las morás, porque los tiempos estaban muy malos, según decía él; pero estando yo en Málaga quedaba indultado, y no iba a su casa más que a dormir, puesto que yo me echaba con gusto la obligación de darle de comer y su tabaquillo, más alguna pesetilla que otra. De regreso de una jira mía por Argelia me contrataron para el café de España, en Málaga; y el día que llegué, como era natural, puesto que llegaba su incondicional protector, fue a esperarme a la estación, cuando íbamos para la casa, me dijo: —¡0ye, niño!, porque él me decía a niño y yo a él compadre, —¿Qué hay, com- padre?, le contesté. —Lo que hay es que le digas a tu mujer que tengan mucho cuidao, que aquí están vendiendo carne de burro.

Yo, por lo pronto, ordené a mi esposa que no llevaran carne a casa hasta que yo avisara y, naturalmente, no se comía más que pescado de este o el otro modo, bacalao de esta manera o la otra, guisados de lo que fuera y huevos al gusto, puesto que ni a mi esposa ni a mí nos gusta la carne de ave.

Pasaron unos días, y una mañana, estando almorzando y sin que viniera al caso, me dice el Colorao: —¡Bueno, niño! Yo te vía decí una cosa. —¿Qué pasa, compadre?, le pre- gunté. —Lo que pasa es que en toas partes no la venden de burro!


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El que quiera saber lo que es el Corral del Cristo que vaya a Sevilla, y en la calle Pedro Miguel, número 6, verá el corral de vecinos más típico y gracioso que hay en la tierra de Ma- ría Santísima, a cuyo frente está, como encargado, el simpá- tico y buen cantador antiguo Rafael Cruces, Niño de Cañe- te. ¡Qué patio! ¡Cuántas macetas! ¡Cuántas flores! Bueno: mirad si tiene gracia ese corral, que entre sus flores nació esa camelia humana, gloría del arte aflamencado, Amalia Molina, que nadie negará que es una saladísima sevillana. Pero aún hay más.

En el Corral del Cristo vivía y tenía establecida su simpati- quísima academia de baile puramente flamenco, el sin par Frasquillo: tan flamenco, que verán ustedes !o que !e con- testó no hace mucho tiempo a un pollo de esos de la «per- manén», aspirante a discípulo. —Oiga, maestro—le dijo el pollo moderno—. Lo primero que yo quiero aprender es un tango argentino.

—Pues mire usté—Ie contestó Frasquillo—, yo respeto mucho los bailes de todas las naciones, y argunos hasta me gustan; pero en esta academia no puede usté aprendé na más que sevillanas, bulerías, tango español, alegrías, zapa- teao y to lo que sea baile flamenco. ¿Sabe usté por qué? Porque yo, ni aunque me dieran to el dinero que tenga er más rico, le hago traición a mi Andalucía. ¿Estamos

Procedentes de esta academia son nada menos que Andrea Romero la Romerito, Manolita la Cañí, los chavalillos sevilla- nos María Fleita, Carmen Pastor, Leonor la Guapa, Isabelita Martínez, Manuel Álvarez Poturri, Emilio López Emiliti, Ra- fael Cruz Carbajo, Paco Ruiz Espinosa, Manuel Rodríguez, Rebanás, y ese diablillo de cojo Enrique Jiménez Mendoza, que ya tiene en su honor un premio ganado a toda ley en un concurso en el salón Zapico, que se lo otorgamos hon- radamente y sin discusión, el antiguo y buen bailador José María, el Chindo y un servidor, actuando de jurados.

¡El demonio de este Frasquillol ¡Mire usted que enseñar a bailar a un cojo!


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Al preguntarle a uno de los hijos de Manuel Cagancho si tenía fotografías de su padre y de su abuelo, para que figu- raran en este libro, me contestó, con una sencillez infantil:

—Mira, Fernando; mi agüelo no se retrató en su vía, y mi pare, pasaba un día por la puerta de mi casa un retratista de aquellos que hacían los retratos de lata ar minuto, y le hice a mi pare que se retratara, rogándoselo mucho, porque él no quería. Por sierto que salió mu bien; pero un día le fue a quitá mi mare las cagás de moscas con un estropajo y jabón, y cuando se dio cuenta, no quedaba na más que la lata. Así es, que no te pueo serví.


                                                                                           * * *


A su regreso de América, en una de las muchas reuniones que el gran Silverio organizó en los Puertos y en Jerez, siem- pre desafiando a cantar bien a todos los famosos cantado- res de aquella comarca después de una laboriosa compe- tencia, sucedió lo de siempre: el glorioso Franconetti quedó reconocido por todos sus competidores como el mejor can- tador de la época. A esta reunión asistía una gitana vieja, gran inteligente del cante, con el fin de que diera su opinión después de escuchar al fenómeno.

Una vez terminado el acto, le preguntaron:

—¿Qué ta parecío er chavó?
—¡Que canta mu bien!—contestó—. ¡Pero tiene, una far- ta!
—¿Una farta?—contestaron todos—. ¿Qué farta le en- cuentras tú, Angustia?
—¡Que tiene los pies mu grande!


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El caso ocurrió en Bilbao, en el café de San Francisco, Pa- quillo el Cartero ejercía esta profesión de día, y de noche tocaba y hacía de camarero en dicho café cantante, en el cual actuaba el célebre Fosforito. Por aquel entonces, el fa- moso cantador cerraba los ojos para cantar, y una noche, al terminar un cante por soleares, abre los ojos, y al ver que el guitarrista no está en su sitio preguntó asombrado: —¿Dón- de está este hombre? En este momento entraba PaquilIo el Cartero de la calle, muy contento y diciendo con regocijo:

—¡Como que se iban a ir esos dos tabardillos sin pagar!


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En el antiguo café de la Bolsa cantaban, entre otros, Silve- rio, Carito y Juan Breva.

El Madrid de aquella época no llegó a compenetrarse del sublime arte del gran Silverio, y agradaban más al personal los otros dos, que también eran grandes artistas.

Con esto ocurría, que al terminar dichos Carito y Juan Bre- va, el público en su mayoría se retiraba, y Silverio sólo le cantaba a muy escaso personal. Al notar esto la Empresa propuso al cantador, no comprendido por la mayoría, que si le parecía bien cantara en turno por delante de los otros, a lo que contestó el pundonoroso Silverio:

—¡Tenga usted el dinero que resto del anticipo, pues por detrás de mi, aún tiene que nacer el que cante!


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Examinaba el gran Silverio Franconetti a un aficionado pueblerino, aspirante a cantador profesional, y como nota- ra el gran maestro que el muchacho cantaba muy ligero, le dijo repetidas veces: —¡Más despacio! El aficionado no ha- cía caso y seguía su paso acelerado, y entonces le dijo Silve- rio; —¡Bueno, mira! vas a tu pueblo, y cuando aprendas a cantar al compás que yo te digo, puedes venir otra vez; porque una cosa es cantar y otra vender la lista de la lotería.


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En la pintoresca villa de Camas, donde en la actualidad vivo (si esto es vivir), nació un niño que hoy cuenta cuarenta y ocho años, y se llama José Vázquez Reina.

Para ser padrino del nene ofrecióse, y los padres acepta- ron el ofrecimiento, mi intimo amigo Juan Escrivá, hombre muy bueno y que también cantaba bien, sin ser profesio- nal.

Yo entonces frecuentaba mucho el pueblo, por estar tan cerca de Sevilla, y atraído por la gran afición que habla a los gallos de riña, con cuya afición empezaba yo, y aún la conservo.

Mi amigo Juan Escrivá sabía que yo tenía vara alta en casa de los Cagancho, pues me querían como a cualquiera de los hijos y me siguen queriendo los supervivientes. Todo el empeño que tenía mi amigo Juan era que viniera Manuel Cagancho a cantar la noche del bautizo. Trabajillo me costó, pero lo conseguí, porque Manuel Cagancho no había salido nunca más lejos que de su casa al baratillo a entregar sus trabajos y del baratillo a su casa, pero conmigo decía que iba a todas partes, y así fue.

Llegamos a Camas por la tarde, fuimos a ver a mi ami- go Juan, que nos recibió con la alegría consiguiente, y en la Venta de Pepe Silvestre empezamos a trasegar para ir tem- plando.

Poco después fuimos a la casa de los padres de la cria- tura para que lo fueran preparando para cristianarlo, y al notar que el chiquillo lloraba desgarradoramente, pregun- tó Cagancho: —¿Qué le pasa al niño, señora? -¡Que yo!, contestó la madre. Desde que nació, hace once días, no ha hecho otra cosa que llorar. —¿Quiere usté que lo mesca?

—Méscalo usté.

Se agarró Cagancho a la cunita, le cantó la nana rorro y dejó de llorar la criatura como por encanto.

Cuatro años después se encontró la madre de Pepito Váz- quez con una vecina que hacía pocos días que había dado a luz un rorro, y al preguntarle por el estado de salud del nuevo crío le contestó: —¡No me hables! Me tiene deses- peraita. —¿Por qué, mujer? —¿Por qué va a ser? Porque desde que nació no hace más que llorar como un desespe- rao, y ya me tiene aburría. —Pues eso tiene remedio. Que vayan a Triana por Manué Cagancho, que le cante la nana rorro, y le pasará lo que a mi Pepe, que le pasaba lo mismo, y se la cantó hace cuatro años y todavía no ha vuelto a decir esta boca es mía.

¡Qué cosas no le haría este gitano a ese cante!

Basta de anecdotario por ahora y volvamos a las semblanzas evocadoras de tantas figuras gloriosas del glorioso arte del tablao.




Más información interesante: 

Flamencas por derecho I 

Flamencas por derecho II 

Manuel Bohórquez: El secreto de Fernando el de Triana 

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