Lo único que recuerdo de mi último año en el instituto es que tenía mucho sueño, que sólo quería tocar la guitarra y que descubrí a Antonio Machado. Mientras la profesora de literatura explicaba el contexto histórico de los libros del poeta y los rudimentos de la silva libre arromanzada, yo permanecía con el codo sobre la mesa pasando las páginas del tomo de las poesías completas que nos obligaron a comprar. Y creo que fui el único alumno que lo leyó. Y creo que la profesora lo sabría y que por eso me dejaba que no atendiese las explicaciones. Si de casi cuarenta personas, uno al menos leía a Machado, no era tan mala cifra, supongo.
Baste, sobre Machado, su sencilla autobiografía:
Nací en Sevilla una noche de julio de 1875 en el célebre palacio de las Dueñas, sito en la calle del mismo nombre. Mis recuerdos de la ciudad natal son todos infantiles, porque a los ocho años pasé a Madrid, adonde mis padres se trasladaron, y me eduqué en la Institución Libre de Enseñanza. A sus maestros guardo vivo afecto y profunda gratitud. Mi adolescencia y mi juventud son madrileños. He viajado algo por Francia y por España. En 1907 obtuve cátedra de lengua Francesa, que profesé durante cinco años en Soria. Allí me casé: allí murió mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre. Me trasladé a Baeza, donde hoy resido. Mis aficiones son pasear y leer.
Y esta encantadora anécdota:
Otro acontecimiento también importante de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fue que unos delfines, equivocando su camino a favor de la marea, se habían adentrado por el Guadalquivir llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad llegó mucha gente atraída por el insólito espectáculo, a la orilla del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por primera vez. Fue una tarde de sol que yo he creído o he soñado recordar alguna vez.
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Isolagnosis. Ediciones en Huida (2013)
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